A primera vista parece que sí; cada 4 años somos convocados a las urnas para elegir «libremente» quién nos va a representar.
¿Cierto?
Nada más lejos de la realidad. Lo que tenemos en España tras la dictadura franquista es algo que se quiere hacer pasar por democracia, pero que no lo es. Sufrimos lo que técnicamente se llama una oligarquía de partidos o partidocracia. Y lo grave es que la inmensa mayoría de ciudadanos españoles con derecho a voto viven en el espejismo de creer que viven en una auténtica democracia donde son representados por políticos de su elección.
No. A diferencia de una democracia representativa, una partidocracia genera oligarquías rígidas, de tal manera que un sistema de gobierno basado en partidos estatales pierde, inevitablemente, la capacidad de respresentar a sus propios ciudadanos. En otras palabras, el sistema de gobierno español, una partidocracia, no es democrático por definición.
Lo explica muy bien Geoffrey Barraclough en su Introducción a la historia contemporánea, de donde extraigo las principales ideas para este post.
Básicamente lo que ocurre es que la formación de unas oligarquías rígidas dentro del partido reduce la intervención de la masa a proporciones puramente nominales. Así, aunque a nivel popular aún prevalece la creencia en que son los representantes de toda la nación, y de que únicamente deben seguir la voz de su conciencia, en realidad, como dijo M. Duverger:
Los miembros del parlamento están sometidos a una disciplina que los convierte en máquinas de votar manipuladas por los directivos del partido.
¿Cuáles son los incentivos personales del político profesional? No pueden votar contra su partido; no pueden abstenerse; no tienen derecho a exponer su juicio personal en cuestiones de importancia, y saben que, si no siguen las directrices del partido, pueden despedirse de que los reelijan y quedar expulsados de su ecosistema de vida.
En una palabra, la única cualidad indispensable que se les exige es la lealtad al partido. Los incentivos personales de los políticos divergen pues de los de los ciudadanos a los que dicen representar. Se elimina así de un plumazo la teoría clásica de la democracia representativa, y de que los electores deben elegir a un candidato por su capacidad personal.
No es extraño entonces que los políticos despierten muy pocas veces el interés del público. Los ciudadanos intuyen, aunque no manera explícita —pues en ese caso tendríamos una revolución—, que las cuestiones importantes se han resuelto ya por anticipado en los conventículos privados del partido. Los discursos parlamentarios ya no se dirigen pues a convencer al resto de diputados, sino a impresionar al elector de la calle, fabricar titulares para los periódicos —o simples twitts— y a confirmarle en su fe en el partido.
¿Y cuales son los incentivos a nivel de los partidos como organismos vivos? La razón de ser de los partidos no es representar al pueblo; es conquistar y —llegado el caso— mantenerse en el poder. Por lo tanto sería necio suponer que van a reparar en medios para conquistarlo o que van a considerar las necesidades y voluntad de los ciudadanos a los que dicen representar. Simplemente no están diseñados para eso.
Nadie negará que resulta poco atractiva y tranquilizadora la perspectiva de un gobierno acaparado por una élite de partido muy adelantada técnicamente, pero fundamentalmente cínica y egoísta como la que sufrimos desde la Transición. Pero esta es la realidad política de España en los últimos 40 años.
Para terminar, la pregunta que dejo en el aire —quizá para otro post más adelante—, es; ¿por qué se eligió en España el sistema de partidos alemán de entre guerras para implementar la famosa «Transición a la democracia»? ¿Quién eligió ese sistema, corrupto por definición e incentivos, en vez de una república personal realmente representativa de sus ciudadanos y responsable? ¿A quién interesaba —más allá de a los poderes fácticos locales en el momento de la muerte del dictador Franco— un sistema tan controlable, manipulable e independiente de la opinión de su propio pueblo?