Impuestos, I

¿Por qué está mal visto quejarse del pago de impuestos?

Subyace la creencia compartida de que estamos contribuyendo a una mejor y más justa sociedad. Este dogma cristaliza en ideas como la de que sin los impuestos no tendríamos carreteras, ni sanidad, ni ayudas a los más necesitados, ni podríamos pasear tranquilamente por el centro de la ciudad sin que nos secuestraran o directamente nos pegaran un tiro. La creencia de que con los impuestos ayudamos a construir, «entre todos», unos servicios mínimos que satisfacen unas necesidades (sanidad, educación, etc.) que hemos transformado en «derechos universales de todas las personas». Además, se da por hecho que no hay otra manera de conseguir ese paraíso socialdemócrata consistente en una «sociedad civilizada que cuida de los suyos, especialmente de los más desfavorecidos».

La trampa es que si se trata de «derechos universales de todas las personas», entonces no se pueden criticar los medios para satisfacerlos. Es decir, el hecho de que el pago de impuestos se consiga por medio de la violencia («¡o pagas, o al trullo!»), está moralmente justificado.

Sin embargo, ningún acto voluntario necesita de la violencia para ejercerse, por lo que la violencia que impone el Estado es por definición un acto inmoral y anti-ético. Lo importante aquí es darse cuenta de que un fin presuntamente bueno, por deseable que nos parezca, no justifica nunca unos medios inmorales, contra toda ética y violentos.

Las críticas al pago de impuesto, si las hay, están socialmente permitidas sólo cuando tratan de debatir en qué se gastan dichos impuestos. Por ejemplo, si hay corrupción (siempre inevitable en un sistema de partidos) o las partidas de gasto social no son lo que nos gustaría (porque preferiríamos priorizar más a un grupo/fin social que otro), se nos permite quejarnos. ¿Y cómo se nos permite quejarnos? ¿Debatiendo el pago de impuestos o su distribución? No, votando por otro partido que, presumiblemente, «lo hará mejor» y más acorde con nuestras preferencias (como si votar sirviera para algo).

A nadie se le ocurre decir en voz alta —o incluso llegar a pensar por sí mismo— que si le dejaran a uno la libertad de distribuir su aportación en aquellos menesteres que considera más justos o necesarios, no haría falta ese ente superior al que donamos la mitad de nuestro trabajo para que, supuestamente, lo reparta justamente —y mejor que nosotros mismos.

Si robarnos un 100% de los frutos de nuestro trabajo es esclavitud, y que nos quiten un 50% es civismo; ¿En qué porcentaje de impuestos deja de ser un robo y pasa a ser un acto solidario? ¿En 99%? ¿En 70%? ¿En el 50% actual (y subiendo)? No, los actos inmorales no son «un poco inmoral» o «muy inmoral». Un asesinato o un robo siguen siendo actos inmorales, anti-éticos e injustos independientemente de las causas, las circunstancias o los fines que llevan a ellos.

Falta de fe en el ser humano

¿Por qué entonces son tantos los que justifican el inmoral acto del pago de impuestos? La principal razón, me aventuro a especular, es una triste y profunda falta de fe en el ser humano.

¿Cuántos son los que, a solas y en privado, se reconocen en el espejo como incapaces de ayudar al prójimo voluntariamente? Me temo que son muchos los que, a no ser que alguien o algo les ponga una pistola en la sien o los amenace con cárcel, se descubrirían incapaces de ayudar al prójimo destinando un porcentaje de sus ingresos mensuales.

La falta de fe en la bondad del ser humano, mucho más abundante de lo que parece («¡Es que si no, nadie pagaría impuestos!», me contestan cuando propongo que el pago de impuestos sea voluntario), justifica para muchos la existencia de ese ente, el Estado, con exclusividad de uso de la violencia contra sus propios ciudadanos y «por nuestro propio bien». El acto de pagar impuestos acaba por convertirse en nuestra coartada emocional, pues nos repite a diario que los ciudadanos adultos no sabemos qué es lo mejor ni lo que más nos conviene ni la mejor manera de actuar libre e individualmente.

En la práctica, los impuestos se pagan mayoritariamente porque los contribuyentes tienen miedo de ofrecer resistencia a los recaudadores. Como en el crimen organizado, sabemos que cualquier desobediencia es inútil y tiene terribles consecuencias. Mientras este sea el estado de cosas, el Estado, como una retorcida mafia que se ha autoconcedido la superioridad moral por encima de la libertad de los individuos, podrá recaudar todo el dinero que quiera gastar.

Aquí es donde aparece la disonancia cognitiva. Uno crece en un entorno donde «es normal» pagar impuestos, aunque paradójicamente todos se quejen «en el bar». Al tener que realizar el pago de algo que no nos gusta constantemente (toda actividad mutuamente beneficiosa en lo económico entre dos personas está penalizada con algún tipo de impuesto o impuestos: el Estado no permite que la gente se gane la vida sin llevarse su tajada), aceptamos la narrativa del «es que es bueno para todos» o «es que si no, los pobres no podrían ir al médico/estudiar/comer».

Esta disonancia cognitiva es la que mantiene a la sociedad mansamente sumisa frente a la violencia del Estado. Siempre bajo el pretexto de que «es por el bien de todos», cualquier crítica será tachada de fascista e inhumana: «¿Cómo puedes estar en contra de ayudar a los que no pueden pagarse un médico, una educación o simplemente comer?». Bajo el marco de esa presunta superioridad moral, cualquier crítica se hace imposible, y cualquier subida de impuestos es—tras la correspondiente queja en el bar—, aceptada sumisamente.

En realidad, los que justifican al Estado así («por que es que si no, yo no lo haría») son los que menos confianza y fe tienen en el ser humano, en sus congéneres y en sí mismos. Necesitan una fuerza violenta externa que obligue a todo el mundo a «ser buenos con los demás» a punta de pistola; pues se reconocen ante sí como incapaces de ayudar libremente al prójimo y consideran que los demás tampoco son capaces de ayudar al prójimo libremente.

Paradójicamente, al obligarnos el Estado a «ser buenos», convierte a cada vez más gente en insensibles frente al dolor y necesidades ajenas. Una consecuencia inesperada del obligatorio pago de impuestos es que se nos ha enseñado a pensar, frente a una situación injusta, de la siguiente manera: «¡Qué injusticia, no puede ser (tal o cual injusticia), eso lo tendría que arreglar el gobierno!», justificando así la inacción personal y una existencia «necesaria» del Gobierno.

El Estado, con su presunta superioridad moral y la indefensión aprendida que se nos ha inculcado frente a los problemas de los demás, nos ha desprovisto de ese espíritu innato en todos los seres humanos: el del apoyo mutuo del que hablaba Kropotkin o la caridad cristiana, el de la simple y espontánea empatía con nuestro prójimo necesitado.

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P.S: En última instancia, el problema práctico (dejando a parte «las buenas intenciones») se reduce a que, si no hay nada que repartir, no se pueden implementar políticas redistributivas. Y para permitir primero que se genere riqueza —pues la riqueza no es una cantidad constante como la energía; se crea mediante la actividad económica—, hacen falta políticas no distributivas. Le evidencia empírica nos enseña que es dejando que la riqueza de los ciudadanos crezca y sea posible jurídicamente su protección y acumulación, como alcanzamos una aumento más significativo del nivel de vida general para todos. Y no robando a unos pocos —los que más riqueza han generado— para repartirlo entre los demás. Como decía Margaret Thatcher, las políticas socialistas terminan cuando se agota el dinero de los demás.

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