La quimera del «buen y sabio gobernante» consiste en creer que si los políticos fueran más cultos, más inteligentes, mejor formados, con más experiencia, mejor «buenas personas» y en definitiva más sabios; la política sería mejor.
Falso.
Las actuaciones de los políticos son independientes de su capacidad intelectual y profesional, pues están incentivados para conseguir votos, no para tomar decisiones que beneficien a los votantes. Por lo tanto cualquier imbécil sirve para político y presidente, pues solo se requiere la capacidad de mentir y traicionar con eficacia. Habilidades puestas al servicio de su mafia (partido) particular.
Frente a la disyuntiva de tomar una medida beneficiosa para el país (pero mala para su mafia) y otra beneficiosa para el partido, el político profesional siempre tomará la segunda, pues la primera lo expulsa del juego (por su propio partido). Lo hemos comprobado de nuevo con las decisiones tomadas por los políticos antes y durante la pandemia.
Y eso es independiente de si tenemos a un Sócrates, Newton, Gauss, Cervantes, o un Santo candidato a las elecciones.
Para que la calidad, competencia y sabiduría pudieran potencialmente aportar algo, haría falta desechar la actual partidocracia —que no es democracia, sino un diseñado ex profeso creado para corromperse—, y dar paso a una república basada en un sistema de mayorías por distrito a doble vuelta (único capaz de preservar bottom-up cierto nivel de representación del votante, como demostró Antonio García-Trevijano en su «Teoría Pura de la República»).
Obviamente, eso no pasará por dos razones. La primera es que el actual poder no permitirá nunca cambiar una partidocracia por otro sistema más democrático (de hecho, sigue siendo tabú comentar que sufrimos la continuación de la dictadura franquista con máscara de falsa democracia).
Y la segunda y más importante, es que una persona sabia y buena nunca se ofrecerá voluntariamente gobernar a otros.