El sesgo marxista de (muchos) intelectuales

Hace unos días murió el escritor Carlos Ruiz Zafón (CRF). Autor, entre otras, de una novela que disfruté mucho hace unos años, «La sombra del viento».

Su muerte ha reabierto en las redes un debate recurrente:

– ¿Vende mucho un escritor porque es bueno, o vender mucho hace a un escritor malo literariamente?

– Si criticas a CRF (o a Stephen King, Pérez-Reverte, etc.), ¿lo haces porque tienes envidia de su éxito de ventas, o lo elogias porque no tienes ni p*** idea de literatura?

La creencia que subyace en estos debates es: Si un escritor es literariamente bueno, necesariamente tendría que ser reconocido también a nivel de ventas. Y si un escritor tiene poca calidad literaria, no debería tener éxito comercial.

Aquí la palabra «necesariamente» es clave: El pensamiento marxista cree que las cosas (productos y servicios) tienen un valor objetivo perfectamente medible y justificado. Esto es, que existe un precio justo para cada cosa, y que existe una perfecta biyección entre ese precio justo y su valor objetivo intrínseco. Esta idea es clave y necesaria en su esquema de ordenamiento socialista de la economía, pues de no existir un precio objetivo para cada cosa, no sería posible organizar la economía (como realmente sucede).

En otras palabras, el marxismo cree que existe un precio justamente valorado y que es independiente de lo que se pague por ello en unas u otras circunstancias. Entonces, si el precio que establece el mercado no se corresponde con ese «precio intrínsecamente justo», es el mercado el que se equivoca y actúa injustamente (produciendo un perjuicio en al menos una de las partes implicadas).

Los intelectuales, por lo general, desconocen los descubrimientos económicos de la tradición austríaca desarrollada a finales del siglo XIX y principios del XX por Carl Menger y Ludwig von Mises (y menos aún la Escuela de Salamanca del siglo XVI, de quien hereda sus redescubrimientos). Muchos intelectuales y «creadores» creen que su trabajo es intrínsecamente muy valioso, y lo justifican en base a dos intuiciones compartidas con la Escuela Marxista de pensamiento económico. A saber:

  1. Asignan a su trabajo un gran valor intrínseco supuestamente objetivo (es decir, no discutible ni opinable).
  2. Gran parte de su valor intrínseco se deriva o es consecuencia de la cantidad de trabajo y esfuerzo dedicados a producir dicha obra.

Asignar un mayor peso a una u otra razón suele estar relacionado con el tamaño del ego del intelectual en cuestión. Por ejemplo, alguien que se crea un genio pensará, independientemente del esfuerzo, medios y horas que le haya costado producir su obra, que su valor intrínseco es lo más importante. Otro que quizá ha invertido décadas de trabajo y sacrificios considerará que todo ese esfuerzo «da valor» a su obra y merece por tanto ser remunerado.

Subrayo la palabra «intuición» porque tanto los intelectuales como Marx sustentan su cosmovisión en una creencia puramente emocional e irreal; una fantasía que ha llevado al desastre a muchos países y al hambre a muchos millones de personas. Todo su marco conceptual económico, independientemente de lo complejo y sofisticado que sea su desarrollo teórico, se apoya en una falacia denunciada hace siglos por los escolásticos de la Universidad de Salamanca y más reciente por Carl Menger en 1872 (Principios de Economía Política). Veámosla en detalle en los términos más elementales posibles:

En un intercambio de mercado libre honesto y transparente —esto es, en ausencia de coerción—, no puede haber igualdad en ningún intercambio (para sorpresa de muchos, que precisamente buscan la «igualdad» en todos los ámbitos como sinónimo de justicia). Por ejemplo, nadie cambia sus billetes de 50€ por los billetes de 50€ de otras personas, porque al ser un intercambio exactamente igualitario y equivalente para las partes, no tiene sentido realizar dicha transacción.

Por tanto, cada vez que se produce un intercambio libre existe necesariamente una desigualdad positiva recíproca, en la que cada parte considera —subjetiva pero válidamente— que gana con dicha transacción en el momento en que ésta se realiza: Nadie realiza un intercambio libre para perder, sino para salir ganando.

Dado que no es posible conocer las motivaciones o la intensidad de los deseos de las demás personas, tenemos que presuponer que si dos personas fijan un precio será porque a las dos les conviene y las dos perciben y valoran que salen ganando (si no, no se produciría el intercambio libre).

Por lo tanto es legítimo y justo establecer —como hicieron los escolásticos y los austríacos— que el precio justo es el que deriva del acuerdo libre entre las partes, pues no es factible la existencia de una tercera parte que conozca todas y cada una de las circunstancias y factores que afecten a toda transacción. En otras palabras, no es posible determinar con objetividad la justicia o no de un intercambio de libre mercado, pues no es posible comparar las valoraciones subjetivas de todos sus participantes, ni tampoco saber cuál de las partes «gana más» en un intercambio.

Como corolario, se deduce que todo intercambio libre es generador de nueva información que antes no existía. A mayor número de intercambios, mayor información nueva. (La cuestión de la información creciente en la Economía es ya otro tema que trataremos en otra ocasión).

Volviendo a CRF, a muchos intelectuales les cuesta romper con la visión marxista de que las cosas tienen un valor intrínseco o cuestan el esfuerzo y medios necesarios para producirlas: No, los precios son simplemente información emergente que surge del intercambio de personas libres y como tal debemos aceptarla y respetarla.

CRF puede ser un buen o mal escritor dependiendo de los estándares de teoría literaria que uno quiera adoptar, pero está claro que supo satisfacer a millones de personas que pensaban que valía la pena intercambiar libremente los 20€ que costaba una de sus novelas porque consideraban que salían ganando con esa transacción.

En otras palabras, un escritor o una novela puede ser muy buena medida según unos estándares literarios u otros. Pero el valor que esa teoría da a la obra no tiene por qué coincidir necesariamente con cómo lo percibe el mercado (es decir, cuántas personas estarán dispuestas a intercambiar algo que consideran valioso, habitualmente dinero, por el disfrute que les produce dicha obra).

Debido a su éxito comercial, si hubiera que comparar a CRF con alguien no sería pues con los grandes «popes» de la literatura universal, sino con personas como Steve Jobs, Henry Ford o el fundador de la Coca-Cola. Emprendedores que supieron prever (independientemente de la suerte que tuvieran) los gustos y preferencias de millones de personas implementando productos y servicios que fueron así valorados en el mercado libre.

No hay pues correlación ni causalidad. Sólo el pensamiento marxista intenta que exista una relación necesaria entre la presunta calidad literaria objetiva de una obra, y su éxito comercial. Son dos deportes distintos. Aunque pueden tener relación, son mundos distintos con reglas del juego distintas: A veces coincide calidad literaria y a veces no. Y no pasa nada ni es nada personal contra los muchos creadores a los que les gustaría que su trabajo fuera reconocido también por el mercado.

En la literatura —como en el cine, los coches, los teclados, los abogados, las viejas cintas de cassette, los maestros, los cantantes, etc.— la valoración del mercado va por su lado, y lo que nos gustaría que valieran las cosas, por otro. Empeñarse en imponer nuestra propia valoración al mundo porque creemos que es «la justa» es otra forma del pensamiento marxista y, en asuntos más importantes que la calidad o éxito de una novela, alimento y camino hacia los totalitarismos.

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