El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, cuyas instituciones fundamentales son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social.
Alberto Benegas Lynch (hijo)
Muchos cristianos sienten rechazo por el capitalismo porque creen que va en contra del principio moral de amar al prójimo y por lo tanto ayudarle. Entienden el capitalismo o libre mercado como la persecución egoísta y exclusiva de los intereses de uno por encima de todos los demás, sin importar las consecuencias y sin ninguna preocupación por el bienestar del prójimo.
Nada más lejos de la realidad. No existe tal contradicción porque se trata de una falacia de «hombre de paja». Esto es, se ridiculiza el capitalismo al simplificarlo a una caricatura o meme que no representa su verdadera naturaleza ni sus implicaciones reales. Un meme interesado por parte de los enemigos de la libertad, pero suficientemente simple para quede plantado en la mente de muchos cristianos inocentes.
Efectivamente, con las reglas del liberalismo de libre mercado —la cita que abre esta entrada—, si quiero enriquecerme «egoístamente» (o por la razón que sea) tengo necesariamente que buscar (esforzarme) y conseguir realmente ser útil de algún modo a los demás. Si no satisfago a los demás de manera apropiada y suficientemente, nunca intercambiarán conmigo su dinero a cambio de lo que produzco o les ofrezco.
Aquí la palabra “suficientemente” es clave, porque si lo que ofrezco no se valora más que el dinero que pido por ello, el intercambio no se producirá. Pero cuando se produce dicho intercambio (cuando se cruza un precio) se genera riqueza, porque yo valoro el dinero que recibo como mayor al valor que ofrezco (si no, no lo vendería), y el que compra mi producto o servicio valora lo que le ofrezco por encima del dinero del que se desprende (si no, no lo compraría).
Las percepciones del valor de las cosas y servicios son subjetivas, y en todo intercambio voluntario ambas partes consideran que su riqueza ha aumentado, por poco que haya sido. Es este diferencial positivo que cada parte percibe en cada intercambio —pequeñísimo o amplio, motivado por la necesidad, la preferencia o el capricho— lo que, al agregarse junto al resto de intercambios, genera la riqueza creciente de una sociedad. Por lo tanto, en una economía libre en constante intercambio de bienes y servicios, la riqueza agregada no deja de aumentar.
La prosperidad que vemos y disfrutamos a nuestro alrededor hoy no ha surgido de la nada o por arte de magia. La condición natural del hombre es la pobreza extrema, y así ha sido durante miles de años. La riqueza que hoy disfrutamos proviene de que —especialmente desde la Revolución Industrial— ha habido cada vez más personas que han podido satisfacer lo que otras personas consideraron valioso.
Por lo tanto, si un buen cristiano tiene el deber moral de ayudar a los demás —un deber que nace del amor y respeto hacia nuestros semejantes—, no sólo debería considerar ayudar puntual y concretamente a ese amigo que lo necesita o a ese sin techo que no tiene nada para comer. Debería ir más allá de la acción directa puntual y considerar moralmente correcto el proceso por el que más se puede ayudar a más personas. En otras palabras, el esfuerzo por descubrir qué deseos o necesidades de los demás puedo llegar a satisfacer a través del libre mercado.
Algunos implementan dicho intercambio de valor simplemente yendo a su trabajo cada día. Otros quieren ir más allá y no sólo satisfacer a su pagador. Buscan entonces dar solución a problemas, necesidades o deseos que observan en los demás, creando productos o servicios a través del emprendimiento.
Son esos emprendedores, empresarios e inversores, quienes con perspicacia intentan descubrir e implementar qué funciona y qué no en el mundo real de los seres humanos. La mayoría de las veces por medio del ensayo-error, equivocándose y arruinándose en el proceso. No intentan imponer cómo creen que «debería ser el mundo», sino que escuchan atentamente las señales de cuando están aportando valor y cuándo no, consiguiendo así promover y multiplicar el bien y la riqueza vía una acción real; sea invirtiendo sus ahorros en los proyectos de otros o directamente creando empresa.
Sólo sirviendo al prójimo con bienes y servicios de mejor calidad y/o mejor precio uno puede enriquecerse legítimamente. En el fondo, un empresario —desde el machacado autónomo que lucha por sobrevivir, hasta el exitoso creador de una multinacional— es un benefactor social, un héroe.
Es un héroe porque si no lo consigue perecerá en el intento, sin que nadie se lo agradezca ni nadie lo recuerde. Y a pesar de ser plenamente consciente de que muy probablemente fracasará, el emprendedor se lanza al vacío, se juega su piel asumiendo el coste de sus errores en un mundo y futuro inciertos.
Probablemente fracasará. Pero si lo consigue, generará riqueza, para unos pocos …o para millones de personas. De un modo que ningún otro proceso o esfuerzo personal podría alcanzar nunca. Es el sacrificio voluntario e invisible de muchos héroes, destilado en el éxito visible de unos pocos, el que redunda en mayor bienestar para muchísimas más personas de las que uno podría haber ayudado directamente.